La familia | La fea costumbre de reclamar

La familia | La fea costumbre de reclamar

 “Yo no he necesitado aprender a perdonar porque Dios me ha enseñado a querer”

 

Susana Sánchez*

Cuando en la vida las cosas no salen como queremos, especialmente si se trata de problemas no resueltos, frustraciones o tristezas, podemos sentir enojo porque nuestra voluntad no se hace o porque genuinamente hemos luchado por años en algo que no da el resultado esperado.

El reclamo es un acto de exigencia cuando se siente con derecho a algo, tiene el sentido de manifestar oposición, inconformidad o contradicción contra algo que se considera injusto o con lo que no se está de acuerdo.

Reclamar implica demandar, quejarse, molestarse y protestar, no necesariamente tiene una connotación negativa si se trata de exigir un derecho ganado o adquirido en un súper mercado o ante un mal servicio otorgado o frente a una injusticia laboral, de hecho, es una aportación adecuada a un establecimiento para mejorar sus servicios.

Pero cuando los reclamos se dan en la familia podemos hablar casi siempre de que el reclamo es una acción negativa que no necesariamente busca la mejora continua del otro sino la exigencia de un derecho que creemos adquirido o la remuneración de un servicio dado y que no consideramos retribuido.

En familia todo lo que se hace se hace con amor y por amor, con la intención de darlo gratuitamente, sin estar esperando siempre el agradecimiento, el reconocimiento, la remuneración o el aplauso.

Y es que, muchas personas consideramos normal el reclamar lo que creemos que nos merecemos y en realidad esto puede llegar a destruir las relaciones familiares.

En la familia debemos cuidar en que nos fijamos porque podemos estar poniendo nuestra atención en las cosas que consideramos negativas y que no nos parecen creyendo que la otra persona las hace mal o que son derechos que nos hemos ganado y por consiguiente nos sentimos capaces de decirle a quien sea lo que sea.

Entonces, nos habituamos a reclamar, creemos que la confianza nos da pauta para el reproche y lo sentimos como algo justo, incluso podemos llegar a practicar el reclamo con poder, constancia y resentimiento, señalando lo que no nos gusta y enfocándonos en lo que sentimos solamente, llegando incluso a faltarnos al respeto.

Reclamar en el ámbito familiar implica no aceptar y vivir en la inconformidad, no aporta gran cosa y casi nunca resuelve nada, porque lo que buscamos no es corregir las fallas de los otros sino manifestar nuestra discrepancia y reprochar, y esto puede convertirse en falta de caridad.

Para dejar de reclamar hay que aprender a aceptar con amor la manera de ser de los demás, tratando de bajar nuestras expectativas ante cómo reaccionan las demás personas y sin esperar nada para que no nos sintamos frustrados y además luchando por no tomarnos nada como personal sino con la convicción de que los demás “hacen cosas”, no “nos hacen cosas”.

Hagamos un real esfuerzo por dejar de reclamar, lo cual resultará en reducir las tensiones en nuestras relaciones poniendo más atención en lo positivo, en lo que uno hace y no fijándonos en lo que los demás hacen, dejan de hacer o incluso en lo que deberían haber hecho. Tratemos de dejar de reclamar y estar enfadando a nuestros seres queridos con reproches y con una constante disposición de mirar su comportamiento y así quererlos controlar.

Este es un ejercicio de quitarnos importancia a nosotros mismos, de autodominio, pero sobre todo es un ejercicio de profunda reflexión y de sabiduría, de humildad, de respeto a la libertad de los que queremos y de muchísimo amor, para así no tener la necesidad de perdonar, siempre justificando y comprendiendo a todos sin distingos, sabiendo que en la familia importa más el nosotros que el yo.


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