Pasión por el deporte | La liberación del ego como meta (Parte 1)
José Ortega Ramírez*
La práctica deportiva es ambigua en este sentido. Según como sea vivida y desarrollada, puede ser una fuente de estimulación para el ego, pero según como se realice, puede ser una ocasión para liberarse de él. Cuando el deportista es ensalzado por las masas, mitificado por los medios de comunicación, encumbrado por la publicidad, es fácil que el ego crezca y adquiera proporciones enormes.
La sacralización de ciertas figuras del deporte profesional, tanto en Europa como en el conjunto del mundo, es una forma de idolatría que no solo daña profundamente al conjunto social, sino también a la persona que sufre el objeto de la idolatría. Se convierte al jugador en un dios, en una realidad perfecta, inmaculada, absoluta, omnipotente, se lo vacía de su humanidad y, por tanto, de su finitud, limitación, vulnerabilidad y mortalidad, con lo cual cuando falla, cuando se agota, cuando no cumple las expectativas de la masa, se produce la caída libre a los infiernos. Es odiado, vituperado, vejado, convertido en objeto de traición. Las masas se enfurecen contra él. Las mismas que lo veneraban como a un dios.
Es muy difícil para un deportista de este nivel mantener la distancia crítica, no sucumbir a la potencia del ego, relativizar la devoción de la más y no perder el sentido de finitud. Cuando a uno le repiten, una y otra vez, por mil canales de comunicación, que es un dios, puede caer en la tentación de creérselo de verdad.
El ego es insaciable. Su facultad de desear no conoce límites. Recela de cualquier realidad que pueda eclipsarlo, que puede quitarle protagonismo, poder o que lo obligue a renunciar a sus prerrogativas, a su bienestar, a su éxito personal, a su confort. El ego sólo tiene una aspiración: la extensión del yo en el mundo, la realización de los propios deseos, poseerlo todo, ignorar a todos. Siempre requiere de los demás para brillar, para poder exhibir sus capacidades, necesita público, instrumentos para realizar sus acciones, telón de fondo para resaltar su singularidad, pero solo para eso.
El ego es corrosivo para toda actividad humana, también para el ejercicio del deporte, sobre todo cuando este requiere de la interrelación y de la cohesión de miembro de un equipo. Cuando un deportista sufre los ataques compulsivos de su ego, solo piensa en su triunfo personal, en su victoria individual, en exhibir sus cualidades en el campo del deporte y, consiguientemente, se olvida de que forma parte de un conjunto orgánico e interdependiente, de que se debe a los otros y que tiene que desarrollar su rol con la máxima competencia y discreción.
El ego mata el trabajo en comunidad, hiere profundamente a los demás y suscita la inadmisión del público, porque ni la jactancia ni la soberbia son apreciadas y valoradas por este. Entre el público subsiste difuso sentido moral que le hace apreciar y valorar al deportista que se entrega, con lealtad, al equipo, que no se adueña de las victorias y que asume, como parte de una colectividad, tanto las derrotas como las victorias. Continuará………..