Andar las vías | Hubo una época donde era libre, feliz y nunca me di cuenta
“Desde el lugar donde ahora vivo; valoro, reconozco y respeto lo que mucha gente hace en esas orillas…”
Luna Morena
Con frecuencia recuerdo el tiempo que viví en mi pueblo; pero debo confesar, que nunca me gustó para quedarme por siempre a formar parte de la pequeña sociedad que permanecía a expensas de la cosecha, si es que llovía después de haber sembrado; o de lo que enviaban los familiares que por suerte y gracias a Dios, habían pasado a trabajar a Estados Unidos ¿Qué si no había trabajo en el pueblo? Por supuesto que había, pero pocos eran los que podían emplear personas y pagarles sus horas ocupadas. Unas horas que parecían enajenarte a toda distracción, porque no importaba que estuviera lloviendo (porque antes llovía mucho en marzo, mayo, junio, julio), o que en invierno las intensas nevadas se hicieran presentes; o que si las cabañuelas, la canícula y todos los percances naturales llegaran a cumplir su turno. El quehacer de campo se tenía que hacer; si, o sí.
Nada se podía quedar tirado, no importaba que fuera agotador, difícil, o pesado, las labores en el campo necesitaban, y siguen necesitando responsabilidades comprometidas. Lo sabían los escasos peones, pero se conformaban con lo poquito de efectivo que pudieran ganar. Suerte que la mayoría no tenía porque trabajaban de dueños, y los niños y jóvenes que ayudaban a sus papás, no recibían un salario; así que cuando llegaba el momento de cosechar, los jefes de familia que tenían una descendencia numerosa, agradecían a Dios haberles dado tantas bendiciones; porque eran un importante apoyo en esas pesadas labores. Primero en las siembras, luego el deshierbe, después en cosechas del maíz, del frijol y de calabaza.
Antes llovía mucho, las aguas estaban vivas, y al cumplir su misión por orden infinita de proporcionar vida; hacían que las cosechas fueran por mucho; más espléndidas que ahora. Las cañas del maíz hasta pesaban por su carga de una a tres mazorcas, igual que las matas de frijol llenas de ejotes, lo mismo sucedía con la abundancia de calabazas generosas de semillas. Por supuesto que toda esa prosperidad se recibía con gratitud, por quienes reconocían de donde descendía; no solamente tendrían alimento seguro, sino también atavíos nuevos para la familia; que en verdad se lo merecían por su vivir atareados en su rustica existencia.
Desde el lugar donde ahora vivo; valoro, reconozco y respeto lo que mucha gente hace en esas orillas para que el mundo tenga comida; pero en mis ideas no aparece un posible regreso al querido pretérito de mi niñez y de mi adolescencia. Ese rincón, hoy más árido y más solo que antes; que supiera desde siempre: de mis pies agrietados, de mis años desabridos. De mi conexión con Dios, de mis charlas juveniles. De mis manos silvestres, de mi estructura tristeando. De mis primeras letras, de mis sueños primarios. De mis primeros números, de mis cuentas fallidas. De mis lágrimas nocturnas sobre dos almohadas sordas; que me hicieron buscar lejos de ahí, lo que me tiene aquí. Mientras allá; detrás de un círculo de cerros bicolores llenos de sol, piedras, cactus y ocotillos; mi venerable comunidad continua con su lucha por seguir existiendo; ahora diferente, ahora navegando moderno, y más mejor. Es cierto que en comunidades así se trabaja, pero partiéndose el lomo con todas sus direcciones. Pero también es cierto que con toda la rudeza pasada, con todas las carencias, con todo lo que hacía falta; la felicidad estaba. Tanto, que se podía sentir, se podía mirar y hasta tocar. Hoy vivo dizque mejor, pero con una felicidad a medias, igual que la libertad.
*Escritora, poeta y promotora y difusora de la cultura. Soy tres estuches de monerías y casi un montón de cosas.
**Las opiniones plasmadas en las colaboraciones son responsabilidad de cada autor, así como su estilo de escritura. Ecodiario Zacatecas sólo es una plataforma digital para darlas a conocer a sus lectores.