Andar las vías | Época de mujeres sumisas y obedientes
“Por fortuna estas costumbres forman parte del pasado de Luna Morena”
Luna Morena
En épocas anteriores pude conocer pocas mujeres independientes, haciéndose cargo de mantener a la familia desempeñando trabajos pesados y mal pagados. Mujeres que en ocasiones por ser las mayores en la familia tenían el deber de ayudar con los gastos familiares; que por cierto eran tantos y bastante comedores, que alimento que llegaba a la mesa, era consumido sin dejar nada de migajas. Situación que no era posible que pudieran evitar; mucho menos siendo una costumbre de aquellos lugares pequeños donde se sabía que el hermano o la hermana mayor, al tener la edad considerable para ayudar con los gastos, debía hacerlo le gustara o no. Los trabajos en esas orillas eran de temporadas, por lo que había que aprovechar cuando los había y aceptar horarios y otras condiciones que los pocos acaudalados agricultores les hacían saber.
Si ellas tenían la ilusión de asistir a escuelas superiores eso quedaba descartado, porque de ninguna manera se le permitía al género femenino prepararse en pro de un mejor futuro y para esto era el estudio, la formación y el aprendizaje. Pero estaban lejos de ese derecho que por ley les correspondía; seguro que los papás no lo ignoraban, pero no era conveniente que se vieran permisivos y menos por una hija, eso los dejaría como “mandilones”, “mandados de vieja” o faltos de pantalones.
Varias conocidas crecieron ocultando ese deseo, ese sueño que rodaba sobre sus almohadas convertido en lágrimas de tristeza, de impotencia y de conformidad forzada. Un sueño que silenciaban entre sus horas de soledad, frente al fogón de la chimenea, o entre el lavadero de la ropa.
Para colmo la edad de casarse empezaba desde los 16 años; si cumplían los 20 años sin tener pareja, se les consideraba unas viejas solteronas, cotorras, quedadas y antiguas. Los muchachones no recibían estos calificativos, porque son hombres y para ellos no existía ninguna descalificación. Tenían la libertad de elegir lo que para ellos fuera más conveniente; además de contar con el apoyo total de sus progenitores, cuando su decisión era estudiar e inscribirse en alguna escuela superior para prepararse en la profesión de su gusto. Pocos eran responsables de cumplir en su totalidad con los estudios y pocos los que recibían el anhelado reconocimiento que los distinguían como profesionistas titulados.
El estar lejos de sus papás y sin estar bajo esa supervisión tan dirigida y firme, como que los hacía creerse independientes, libres, populares y liberados. Luego con el efectivo que recibían por parte de sus papás, se sentían los más adinerados del colegio; por lo cual andaban de galanes conquistando y gastando, mientras las clases pasaban cumpliendo su ciclo programado, su ciclo conocido hasta llegar a su final feliz por parte del alumnado y de cada una de sus familias.
Cuando los progenitores nunca están al pendiente de sus consanguíneos, estos en su mayoría aprovechan su ausencia, procurando todo aquello que únicamente apaga su futuro, porque solo tienen momentos felices, momentos amistosos y momentos sociales. Momentos que desaparecen si no hay más economía; para tristeza de los papás que se habían ilusionado imaginando a sus herederos realizados y presumiendo el documento de su esfuerzo. Siendo hijos varones tenían esa suerte, esa facilidad; pero que mal el no saber aprovecharla, puesto que la desperdiciaban entre gustos vanos y al vapor. Tantas fallas existentes y demostradas entre los hijos, daba pie para que las hijas reclamaran su derecho a la educación, a su crecimiento; subrayando la falta de seriedad, la falta de querer y de hacer por parte de sus hermanos; que si por culpa de ellos, a ellas se les negaba todo permiso para estudiar y verse realizadas, ahora por culpa de ellos se empezaban a dar las oportunidades a favor de ellas, por tanto tiempo solicitadas.