Andar las vías | El silencio del miedo

Andar las vías | El silencio del miedo

“Ante el miedo que paso a paso los innombrables van dejando, deciden refugiarse y guardar silencio”

Luna Morena*

Tantos acontecimientos tristes  han  ido quebrantando la diversión, la comunicación, la solidaridad  y  todo el compartir que tiempo atrás existía entre los municipios y sus habitantes. Las amistades   verdaderas se podían presenciar porque podían evidenciarse con incontables presentes de acuerdo a la posibilidad  de cada persona.

Las celebraciones por estrenar compadres y padrinos se podían hacer a mitad de la calle, ahí donde estuviera el suelo parejo y un vecino facilitara la luz, el tiempo suficiente que los bailadores necesitaran para sacudir la polilla y divertirse libres y agusto.

En ese pretérito tan añorado, nunca se pensó en un mañana ceñido de inseguridad y riesgo. Era tanto el esparcimiento, la familiaridad y la confianza que quedaba descartado todo contratiempo que pudiera desaparecer esa alegría tan saludable y franca.

La armonía  que  sobresalía  entre  sus reuniones era el distintivo principal que embellecía sus veladas. Nada, ni nadie llegaba interfiriendo o echando a perder aquella concordia color pueblo,  color natural; cuya permanencia solo era posible en comunidades pequeñas, por la sencillez de la gente y su lealtad por herencia.

Todo aniversario o fiesta por creencia, tenían la misma distinción de siempre; nunca por planearlo  ni por encomienda; así era y así es su manera de halagarse y de halagar a todo aquél que deseara unirse a la sana diversión. Tanto el banquete como el bailongo alcanzaban para todos, aún sin  haber sido invitados. Se trataba de convivir amigablemente, de pasarla bien, de estar contentos y divertidos. Para esto, todos seguían la sana organización para continuar dando el mejor aspecto  que ayudara a su continuidad y a su perduración.

Pero esos mañanas (o sea estos tiempos) que se imaginaron mejores y hasta modernizados; en sinnúmero de pueblitos han dejado de estar,  de esperarse, de existir; no por sus gusto, ni siquiera por su voluntad; los enemigos de la tranquilidad sana y pacífica han aparecido, invadiendo hasta las poblaciones más alejadas de la civilización; poblaciones donde el miedo de esta magnitud se desconocía, así como el perjuicio que traería consigo.

Día tras día ha ido desapareciendo el sosiego de antaño, sus algarabías, sus bullas; dejando en su lugar un miedo abismal y más tenebroso que las sombras. Miedo que paraliza, que encierra, que oprime y silencia las marchas sin horas, las voces familiares y sociales;  las agrupaciones juveniles, las charlas femeninas; los andares de la tercera edad y los pasitos pequeños. Igual ocurre con los varones sensatos, con los amigos y amigas joviales. Con quienes van a sus trabajos, o regresan a sus viviendas; con aquellos inocentes que solo procuran mejorar su condición social, haciendo  cotidianamente sus mejores faenas.    

Solamente hoy, el calendario cambia de número sin cortar de ninguna forma, la línea delincuencial;  esa línea que se extiende con libertad mala, álgida y sangrienta; despejando los caminos,  aniquilando todo lo que creen amenaza, estorbo y enemigo.

Triste realidad; nunca aceptada por quienes habitan esta tierra invernal, capital evidente de la  sociedad; de esa sociedad que valora y cuida sus rincones culturales, sus callejones históricos y sus coloridas calles. Muestra de esto todavía se puede ver a todas horas, pero con tantos sucesos tristes y dolorosos se desconoce su persistencia; porque ante el miedo que paso a paso los innombrables van dejando, deciden refugiarse y guardar silencio.

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