Andar las vías | Compartiendo recuerdos bajo el cielo zacatecano
“La verdad es que la sazón de la abuela no tenía competencia…”
Luna Morena*
Hace mucho tiempo que las temporadas de lluvias dejaron de ser grandes y puntuales, para convertirse en algo lejano y escaso. Nada que ver con aquellos aguaceros que caían a cualquier hora del día o de la noche, refrescando la tierra con su vegetación extensa y natural, además de cambiar el aspecto de las construcciones por la limpieza que al caer de las lluvias recibían.
Minutos después, la gente del campo se sentaba sobre las banquetas de sus casas a recibir y disfrutar aquél incomparable olor a campo, aquel olor a tierra limpia fresca e incomparable. Con este ambiente totalmente agradable surgían los antojitos en familia, todos reunidos cerquita de la chimenea construida con pequeñas piedras y barro negro.
La verdad es que la sazón de la abuela no tenía competencia, ni el esmero que ella ponía entre cada platillo; mucho menos las tonadas que mientras cocinaba iba interpretando. Una voz como la de ella y el sabor al cocinar, no se daban entre todas las cocinas de la comunidad, pero, de cualquier manera, sus comidas tenían un sabor agradable y bueno.
La mayoría de las familias tenían este hábito, por lo que, entre sus víveres guardados, procuraban tener lo necesario para complacer a los antojados; en este caso; los hijos e hijas; los nietos, nietas y la manada de parientes que nunca se hacían presentes ni para un mandado, solamente llegaban haciéndose los chistosos, en esas horas donde se disfrutaban los antojitos campiranos de doña abuela.
Aunque en esos años las viviendas estaban construidas con carrizos, ocotillos, ramas y lodo; no eran impedimento para reunirse a disfrutar las delicias zacatecanas, esas delicias creadas desde el corazón, porque no tenían recetarios, ni sugerencias que pudieran guiarlas en la preparación de esos alimentos. Las abuelas los preparaban escuchando su instinto, su corazón y su paladar; yo nunca pedí apuntes, por si cualquier día se me pudiera ocurrir prepararlos, segura estoy que ni siguiendo instrucciones me iban a quedar igual.
Qué tal que sus canciones al estar cocinando tenían que ver con el sabor; con ese punto que despedían al estar sobre el fogón, con ese punto que los hacia diferentes, procurados e inolvidables. Si fuera por la cantada, entonces de plano, ni siquiera intentarlo, porque de hacerlo el resultado sería amarguísimo.
Ahora solo quedan los recuerdos de la abuela y sus ricos antojitos, recuerdos que en ocasiones se acumulas entre mis ojos, nublando mis pupilas hasta convertirse en goteros, donde uno por uno, son recibidos por aquella cobija que dejara intacta entre su eterna silla; ahora cubierta de piel animal, haciendo juego con su reboso de lana gris, confeccionado por un tío invidente, propietario de esa habilidad concedida por el infinito sin faltarle nada.