Andar las vías | Ayeres que anduvimos con nuestros pequeños pasos

Andar las vías | Ayeres que anduvimos con nuestros pequeños pasos

“Se trataba de estar en una convivencia sana, limpia, sencilla y singular. Siempre felices, alegres, jubilosos”

 

LUNA MORENA*

Con frecuencia recordamos un pretérito que nunca volverá aunque muchos lo quisiéramos. Aquí no se trata de mayoría de votos  apoyando su regreso; su periodo   ha  quedado en la historia y en las memorias de quienes  estuvimos  en esa época de libertad  relente y  despejada.

Teníamos esa comodidad, aunque asistiéramos  a la escuela por la mañana y por la tarde, cuidándonos de molestar al compañero de butaca, o de hacer otra travesura;  porque el maestro nos daba de golpes con una regla especial, o nos arrojaba el borrador con una puntería ya practicada, porque justo nos pegaba donde él lo había  pensado.

Esa disciplina estaba permitida y era del conocimiento de los alumnos y padres de familia; por eso nunca se manifestaban en contra del profesor cuando ejercía ese orden. Al contrario; para los jefes de familia,  dicho control  ayudaría en la educación de los niños, en su aprendizaje personal;  en su  entero crecimiento y en su alineación  sociable. 

Se suspendían las clases cuando había que regar los árboles plantados en el patio de la escuela; después barríamos con una escoba especial, hecha de material silvestre para abarcar una circunferencia mayor y terminar más pronto esa actividad.

Él bebeleche nos esperaba con su tierra suelta y las marcas de nuestros pies;  que después de miles de brincos permanecían delineadas como aguardando  a los equipos del juego, a los equipos diestros en  estos terregales, a la niñez  sencilla; que en esa época se podían entretener  con una rueda vieja de bicicleta, o de tractor. Lo hacían también paseando a varios chiquillos sobre la carretilla que alguien tenía a bien prestarles, eso sí nadie se quedaba sin probar el improvisado vehículo, el cual  entregaban cuando el cansancio y el calor  disminuía sus fuerzas.

Después de  tanta diversión  se hacía tarde;  justo las horas de bañarse en el arroyo  del pueblo, que las grandes aguas se encargaban de limpiar, de cuidar y de hacerlo más grande. Los aguaceros a la sombra de barrancos albinos y álamos rústicos; habían formado un balneario de profundidad medía, que la gente mayor; niños, niñas, jóvenes y adolescentes  usaban  para bañarse y practicar la natación. Hombres y mujeres en horario vespertino se daban el gusto de bañarse con suficiente agua, que además de natural, siempre estaba cristalina; mostrando que el estar bajo el cuidado de los barrancos y los  álamos, no era  cualquier pasatiempo, era el mejor conveniente para permanecer limpia y sin residuos indeseables.

Entre ellos compartían el jabón, la piedra para tallar sobre la piel; tan necesaria en aquéllos rumbos para despejar suciedades  tercas y nefastas. Antes de dejar el agua sola y en reposo; cada quien lavaba su ropa deleitándose con las charlas que no se habían contado y claro que con su mucho de todos agregado; haciéndola más interesante, atractiva y cálida. Nadie de los presentes tenía expresiones morbosas ni corrosivas; allá no eran necesarias para nada, ni para nadie y ni siquiera hacían falta. Se trataba de estar en una convivencia sana, limpia, sencilla y singular. Siempre felices, alegres, jubilosos;  recordando, compartiendo y hasta planeando  el esparcimiento del siguiente día.   

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